Te quiero de cara a la pared
estrellada contra el fondo de mi corazón
explorando la profundidad de mi alma
mientras gritas en alto mi nombre.
D
—
Joseph coge su cazadora y sale de casa dando un portazo. El estruendo le cierra los ojos, pero sigue caminando sin mirar atrás. La puerta se vuelve a abrir, pero él ya está bajando las escaleras. Baja a la calle. Lleva una chupa de cuero y unos pantalones vaqueros, además de unas Nike sucias. El pelo siempre corto, negro y engominado desde por la mañana. No sabe muy bien a donde ir, sólo quiere estar fuera de casa. Se mete las manos en los bolsillos y se pone a andar.
Se mira los pies, pensativo, como si en ellos estuviera la respuesta. El ceño se frunce con alguno de esos pensamientos, o dice algo en un susurro que nadie escucha. Se mueve entre la gente como un fantasma atrapado en un cuerpo maldito. Algunos le miran tratando de determinar la causa de su enfado, pero pronto se alejan espantados. Una nube gris cuelga sobre su cabeza y la gente, al verlo, se cambia de acera. Él no se da cuenta, sigue mirando al suelo y no consigue calmarse.
Esa zorra, piensa, y da un puntapié al suelo de la acera. No tienen ni idea. Y encima he sido yo el que se ha ido de casa. Tenía que haberla echado yo a ella. Si, haberla puesto de patitas en la calle. No sé qué coño hago, dando vueltas por la calle como un vagabundo, sin sitio al que ir, sin una misión que completar. Ha sido culpa suya, joder. ¡Joder! siempre igual, con sus putos comentarios y sus estrecheces, sus pequeños errores. Ya verás como ahora ya no se la vuelve a olvidar. Yo no quería hacerlo, pero había que hacerlo. Era lo único que podía hacer. Lo he hecho por el bien de la pareja, por los dos. A mí también me duele, yo también sufro, joder, y a nadie le importa mi sufrimiento. Lo he intentado por las buenas, he tenido paciencia, se lo he dicho mil y una veces. Pero ni caso. ¡Ni puto caso! la zorra esa, ya verás como ahora ya no se la olvida nunca más.
Joseph sigue andando, sin rumbo fijo. La nube gris sobre su cabeza le persigue, pero él no se da cuenta, piensa que el mundo es igual de gris para todos. Pero afuera hay sol, un sol radiante de verano. La nube que cuelga sobre su cabeza, es extraña, una formación acuosa de tacto suave. Como una manta, que le cubre y le impide volver, le separa de las personas que le rodean. De vez en cuando levanta la cabeza para comprobar que no vienen coches, o que el semáforo está verde. El semáforo rojo le pone nervioso, se queda ahí quieto, mirando hacia arriba, a derecha e izquierda, ansioso por cruzar y seguir caminando. En el interior nace un miedo visceral a quedarse parado con sus pensamientos, le sobrepasan. Si se queda quieto, quizás le atrapen, así que cruza lo más rápido posible o sino sigue andando por la misma acera hasta que puede cruzar.
Necesito beber algo, no puedo estar andando para siempre. Pero no tengo dinero. Joder, no me he traído la cartera. Necesito beber algo, ahora lo necesito. Este peso que tengo en el pecho me está aplastando. Creo que una cerveza conseguirá relajarme y así podré pensar con más claridad. Creo que sí. Pero no tengo dinero. Bueno, quizá, no sé, yo qué sé. Ya veré que hago luego, primero voy a buscar un bar y pediré una cerveza. Quizás pueda dejarles mi móvil o algo, en lo que voy a casa a por dinero. No sé. Algo se podrá hacer. ¡Joder! te lo juro, sólo de pensar en esa zorra se ponen los pelos de punta. Necesito una cerveza. Me arruina la vida.
Levanta la cabeza y camina buscando un bar. Su mente está un poco menos embotada. Poco a poco se va relajando. Su forma de andar, antes rígida y anquilosada, parece volver poco a poco a la normalidad. Sus piernas se dejan llevar y vuelven a andar con naturalidad. Su cara pierde la tensión que antes poseía. Los músculos de la mandíbula se sueltan y las arrugas de la frente desaparecen. Mueve un poco la cabeza a derecha e izquierda y su cuerpo lo agradece, puede notar el estrés desaparecer de su cuerpo. Pero la nube sigue ahí, sobre su pelo engominado, amenazando con destruir todo lo que hay debajo. La manta que pende sobre su cabeza, ya completamente negra, se ha vuelto rígida y afilada, de tono negro metalizado, y es como una lámina cuadrada. Sobre su superficie aparecen unos pies descalzos y el final de una especie de capa negra que casi toca el suelo. Cerca de los pies, el final de un bastón. No se puede ver más.
Él no se da cuenta. Encuentra un bar con una gran terraza y se sienta lejos, alejado del bar y del resto de la gente. Pide una cerveza y se la bebe tranquilo, pero no es suficiente. Se la bebe rápido y pide otra, que también se termina en poco tiempo. El camarero le observa de reojo, preocupado, pero no puede hacer nada. Joseph pide la tercera cerveza.
Me ha hecho hacer algo que no quería hacer, joder. Ha sido por su culpa. No podía hacer nada, salió de mí como un demonio, como un torrente con una fuerza abrumadora que no fui capaz de controlar. Yo no tengo la culpa, salió de mí cómo, cómo, cómo un instinto animal imparable. Fue ella la que lo provocó, y yo me estoy culpando por ello. No es posible. No fue culpa mía, y no voy a dejar que se meta esa idea en mi cabeza. Pero entonces ¿por qué me siento tan mal? soy yo el que está sufriendo las consecuencias de todo esto, no ella. Soy yo el que sufre más, me duele tener que ser el único que comprende que sólo estaba intentado hacer lo correcto. Ni siquiera yo mismo parezco comprenderlo. ¿Por qué me siento así, tan débil y derrotado? Es como si me faltara el aliento, me late más rápido el corazón y no consigo entender qué es lo que me aflige tanto. Como sí, cómo sí, como si en el fondo me sintiera culpable por lo que he hecho. No. ¡No!
Le queda la mitad de la tercera cerveza, la agarra y se la bebe de un trago. Está tirado en la silla, mirando hacia arriba, viendo el cielo azul y los pájaros volar entre las cornisas de los edificios. Uno de esos pájaros, un cuervo, baja del cielo hacia la terraza en la que él está sentado. Reduce la velocidad y se posa en la silla vacía en frente de Joseph. Es un pájaro negro carbón, amenazador, cuyas garras se sujetan al respaldo de la silla con aparente fuerza. Tiene ojos, pero su mirada es indiferente a lo que sucede, sólo su presencia es necesaria. Instaura en Joseph una tensión que había desaparecido de su cuerpo. Empieza a sudar, le sudan las manos, trata de espantar al cuervo, pero este no se mueve. Trata de hacer como si sólo fuera un cuervo, y muestra curiosidad por sus alas y su pico afilado, su mirada casi inofensiva, inconsciente, y trata de espantarlo de nuevo. Desesperado, agita la mano en el aire cerca del bicho, pero este no se mueve ni un ápice. El camarero, al ver a su cliente inestable en apuros, se acerca y con la bandeja de metal espanta al cuervo. Mira a Joseph y le pregunta si necesita algo más. Joseph le dice que no, y el camarero se marcha de nuevo. Rígido, harto, colérico, se sienta con la espalda recta, las tres cervezas sobre la mesa, y sin dinero en los bolsillos.
Maldita sea, ese pájaro del infierno me miraba como si quisiera decirme algo. Hoy está siendo un día extraño. No tengo dinero, no tengo dinero, y paso de pagar a este camarero marica. Necesito andar, relajarme un poco, pensar. No fue culpa mía, no entiendo porque sigo dudando, no pienso dejar que esa zorra se me meta en la cabeza, con sus sollozos y sus réplicas. Hice lo que tenía que hacer. Necesito salir de aquí, andar. No puedo quedarme aquí más tiempo. Ese cuervo maldito me ha mirado como si todo fuera culpa mía, he podido ver cómo me juzgaba con esos ojos negros de la muerte. El mundo está contra mí. Como siempre, el mundo está contra aquellos que intentan hacer el bien, de una forma extraña. Contra los incomprendidos, los apartados, me niego a ser uno de esos que sienten mal por hacer lo que hay que hacer. ¡Me niego! Tengo que salir de aquí como sea.
Entonces Joseph mira a su alrededor, las mesas vacías, la calle poco concurrida, y el camarero dentro preparando las comandas. Se levanta, duda un segundo allí de pie, anclado como un poste, pero su cuerpo le pertenece, y sale corriendo. El camarero le ve, pero decide que no merece la pena, en el fondo sabía que eso iba a pasar. En la calle, Joseph corre rápido, aunque nadie le persigue. Corre como si no huyera del camarero, si no de otra cosa, más grande y amenazadora, que puede ir rápido como el viento. Pero sobre su cabeza sigue habiendo una plataforma sobre la que aparece la muerte, poco a poco, con su guadaña y su capa negra, los pies descalzos y las uñas negras. Aun así, él sigue corriendo, aunque sea inútil, aunque no haya forma de huir de uno mismo, él lo intenta. Tras unos minutos corriendo como un energúmeno por las calles de la ciudad, chocando con la gente, saltándose de los semáforos, atropellando personas mayores que han salido a dar un paseo con sus nietos; tras superar a fuerza de voluntad el infierno, se para. No le queda aire en los pulmones, ni fuerza en el cerebro para soportar las lágrimas. Está exhausto, se sienta en el bordillo de un portal y hunde la cabeza entre las piernas. Está llorando, se ha dado cuenta de lo que ha hecho, y no puede soportar más tiempo aquella verdad que le quema en su interior. Las lágrimas se mezclan con las gotas de sudor. Sus sollozos son ahogados y silenciosos.
¿Pero qué he hecho? ¿He pegado a mi mujer? he pegado a mi mujer! he pegado a mi mujer con la mano abierta y llevó todo el día pensando que se lo merecía! que era culpa suya, no mía, que ella se lo había ganado! Soy, soy, soy un monstruo, un animal, un hombre convertido en demonio que camina por la calle pensando que tiene razón, que está salvando al mundo, rebelándose contra los culpables y rescatando a los inocentes de sus tumbas. ¿Y ahora qué hago? no puedo volver a casa, ¡he pegado a mi mujer! no me lo perdonará jamás, yo jamás me lo perdonaré. Jamás, jamás. Tengo que hacer algo, ¡debo hacer algo para arreglar este desastre! ¿qué es lo que debo hacer? que alguien me lo diga. Cuervo, que antes estabas a mi lado indicándome el camino, ven ahora y dime que es lo que debo hacer. Haré lo que digas, pues sólo merezco la muerte, el infierno.
Pero justo cuando su mente estaba a punto de ser dominada por la muerte que renacía sobre su cabeza, llego un ángel, que pasaba por allí, y le salvó. Una mujer normal, vestida de blanco, con largos cabellos lisos, unas gafas detrás de las cuales brillaban unos enormes ojos azules, y una sonrisa penetrante y calmada. Se sentó en el portal con Joseph, y le tocó la espalda. Joseph levantó la cabeza y la vio, allí sentada con él, aquella mujer proveniente de otra realidad más tranquila, donde las cosas de la mente humana estaban claras incluso por la noche. Pudo ver en sus ojos la divinidad de aquel momento, en su cabello liso y en su sonrisa dulce la respuesta que andaba buscando.
Se miraron a los ojos y ella dijo: ‘Hola pequeño hombre ¿estás bien? te veo triste, apenado, y me gustaría calmar tu corazón de fuego’. La mujer habla de forma extraña, pero Joseph no se da cuenta, se queda escuchando el sonido de su voz reverberar en el interior de sus oídos y hasta su cerebro. Es la mujer más bella que él haya visto en su vida. No sabe qué decir y se queda en silencio, mirando, esperando que pase algo, completamente expuesto a su destino. Entonces ella se levanta y le dice ‘ven, levántate’ y le ofrece su mano. El pequeño hombre duda, pero, derrotado por aquella mirada y aquella energía tan poderosas, coge la mano que le ofrece y se levanta. Andan por la calle dados de la mano y Joseph no puede pensar en nada, sólo está ahí en ese instante sabiendo que algo importante está a punto de pasar.
‘Señora’ dice él por fin mirándola atontado. Ella sonríe: ‘Señora, no me llames señora, por favor, no soy tan vieja; llámame pequeña mujer’. Él se queda aturdido por la fuerza de su voz y la amabilidad de su sonrisa. Sigue de su mano, lo cual coarta en gran medida su capacidad de pensamiento. Su cabello negro cae liso por los costados de su cuerpo y su vestido blanco se zarandea suavemente con el viento. Recupera un poco su compostura y contesta ‘perdón, tiene usted razón, parece usted una mujer joven, pero también muy sabia, y eso me ha confundido’.
Deja de hablar, pero ante el silencio de ella, dice ‘Pequeña mujer, el universo interior que me atormenta es amplio y frondoso, y temo no tener los medios ni el tiempo para expresarme con propiedad. No sabría por dónde empezar’, dice él atormentado por sus monstruos. Pero ella, que todavía le agarra la mano, la aprieta fuerte, le mira a los ojos y dice ‘pues por el principio, claro’. Su infinita ternura y su capacidad de comprensión hacen que Joseph se ponga a hablar.
Comienza por el principio, relatando las historias de su infancia que todavía le perturban, hasta llegar al momento presente. Vive con su novia, pero por la mañana se marchó de casa por algo que había hecho, y ahora no sabe si debe volver. Siente que la entrada a esa casa ha quedado vedada para siempre, y no sabe qué hacer. Quiere pedir perdón, pero no sabe cómo, las palabras no parecen tener la fuerza ni el significado suficiente para curar lo que ha hecho. Su mal comportamiento le avergüenza y no merece el perdón.
Pensaba que era su misión sufrir, dormir en la calle unos días, esperar alguna señal de que es el momento de volver a casa. Y eso estaba haciendo, pasar grandes penurias y enfrentarse a un cuervo y llorar en un bar y correr hasta quedarse sin aliento. Era su forma de penitencia. ‘Pero el cuervo’, le decía a la mujer, ‘el cuervo me ha dado mucho miedo’. ‘Era como si en el interior de sus ojos hubiera un lobo a punto de lanzarse contra mí y morderme la cara. Cómo si la muerte me hubiera agarrado de la solapa y estuviera a punto de llevarme al infierno’.
‘¿Qué le hiciste a tu mujer?’ pregunto ella por fin, con voz calmada, mirando fijamente a sus ojos mientras paseaban. Joseph se quedó paralizado y sus palabras salían de su garganta trasquiladas por la vergüenza ‘no quiero decírselo, madre, me da mucha vergüenza’. Le pareció normal llamarla madre, y no rectificó. Ella comprendió y dijo ‘dímelo, hijo mío, no tengas miedo, yo no estoy aquí para reprocharte nada, sino para escuchar, comprender, y extirpar tu culpa’.
Él seguía dudando, en su mente las imágenes se sucedían con claridad, pero exponerlo con palabras era difícil. Al final, en un impulso, en una explosión de frustración y ganas de sincerarse con aquella mujer dijo ‘la pegué, madre, la pegué, con la mano abierta, en la mejilla’ y se calló al suelo, y sus piernas flaquearon, se quedó de rodillas con las manos cubriéndole la cara. Ella se arrodilló delante suyo, posó sus manos suaves sobre la barba y el cuello del hombre, le miró a los ojos llenos de lágrimas, y le dio un profundo beso en los labios.
Aquel beso estaba lleno de ternura y era como una continua caricia. Su cuerpo se estremeció, su pena desapareció y sus culpas fueron espiadas, en el centro de su pecho se posó algo caliente que extendió su poder por el resto del cuerpo. Se quedó inmóvil mientras ella le besaba con esos labios perfectos, esas manos suaves sobre su cuello, que le transmitían una sensación de paz absoluta. Cuando Joseph intento alargar sus manos para tocar su espalda, ella había desaparecido.
Allí estaba él, solo en medio de la calle. Su abrazo se había consumado, su misión en la tierra había finalizado y ahora le tocaba a él dar el siguiente paso. Pero todavía tenía el cerebro anquilosado en aquella experiencia, y se quedó sentado sobre la acera durante un rato. La gente le pasaba por encima o por el lado, soltaba reproches en tono despectivo, pero a él no le importaba, no podía oírles, su mente era demasiado maravillosa en ese momento.
Cuando volvió en sí, sabía, como una intuición mágica que reposaba sobre su mente esperando la consumación, lo que tenía que hacer. Se levantó, renovado, con una fuerza poco habitual en él, y fue por la calle dando pasos seguros hasta su destino. Miraba a la gente por encima el hombro, como si supiera cosas que ellos no saben todavía. Cuando llegó, llamó a la puerta, detrás estaba su novia, que le abrió todavía en pijama. Se miraron un segundo, tras el cual el hombre posó suavemente sus manos sobre las mejillas sonrojadas de ella y le dio un beso, el mismo beso que le había dado aquel ángel que le había rescatado de la muerte en medio de la calle. Lo hizo lo mejor que pudo y consiguió transmitir aquella fuerza aquella sensación, hasta que el centro caliente que había estado hasta ese momento en él pasó a su mujer, la calma la contagió y un cosquilleo recorrió sus piernas y brazos. Para bien o para mal, se perdonaron y pasaron el resto de la noche gozando de la compañía del otro. FIN.
Daniel Alonso Viña
16.11.2020