Un señor mayor, en una habitación de hotel, espera pacientemente a una prostituta. Está sentado al final de una enorme cama, con las piernas juntas y las manos sobre los muslos. Es un señor normal, algo mayor, recatado, y no sabe qué hacer mientras espera. Piensa, pero tampoco sabe en qué pensar. Busca con la mirada algo que le pueda distraer durante un segundo infinito, pero no ve nada. Una televisión de plasma, una nevera con bebidas azucaradas, un sillón, todo tan limpio y bien colocado que el pobre señor siente apuros de tocar nada y no poder volverlo a dejar en el mismo sitio. Teme desordenar con su torpeza aquel lugar perfecto, previsto para gente perfecta y sin defectos. Los señores como él, viejos y con ropa desgastada y de talla siempre demasiado grande, no son bienvenidos en aquel lugar. No como los hombres de negocios y demás personas perfectamente trajeadas y con un gusto estético y una necesidad de perfección abrumadora.

Él no necesita todo eso, él sólo necesita una buena cama, superficies limpias y unas sábanas planchadas. Si puede ser, si no, pues tampoco pasa nada. La cama es muy grande, y refuerza el sentimiento de que ese lugar no está diseñado para señores corrientes como él. Es demasiado grande, lo nota porque no se siente capaz de abarcar su extensión de ninguna manera. Sus ojos se cansan sólo de imaginar el trabajo y el esfuerzo que le hubiera supuesto a realizar con tal perfección y simetría aquella cama, con todas las superposiciones de telas y edredones, teniendo que meterlas por debajo del colchón sin que nada se desequilibre, dejando la misma distancia a un lado y a otro de la cama. Vaya quimera, no quiere ni pensar en eso. Está sentado en el borde, y sus pies casi no tocan el suelo. Le ha costado un poco subirse. Ha tenido que saltar un pelín, y ese pequeño salto le ha quitado toda la confianza en sí mismo que tenía al entrar al hotel.

Ahora se nota tímido, sólo, intimidado por la grandeza y el porte de todo lo que le rodea. No sabe dónde mirar, cómo comportarse, en que pensar. En fin, no sabe quién ser en este sitio extraño. Entonces se levanta, agarra el pesado sillón por el extremo de los brazos y lo gira, de forma que quede mirando hacia la ventana. Se sienta en él y se queda contemplando el cielo. Nubes claras, pájaros, palomas que vuelan de una cornisa a otra, el ruido de los coches en la calle, una ambulancia que pasa, alertando a todo el mundo de una urgencia, probablemente un señor mayor que ha tenido un infarto. Ese tipo de urgencias son normales en la ciudad.

La prostituta llega tarde. Está nervioso, pero a su edad el nerviosismo se expresa de una forma sumamente sutil y casi indetectable. Estar excitado y nervioso supone para él pensar un poco más de lo que le gustaría, estar un poco más intranquilo, mover un poco más rápido las manos, tocarse el pelo en retirada hacia atrás, sentir el corazón en su pecho palpitar un poco más rápido. Si no llega en cinco minutos, me marcho, piensa mientras gira la cabeza para mirar a la puerta esperando una señal, un movimiento, algo.

El señor está absorto viendo las formas que hacen los pájaros, cuando alguien llama a la puerta. Es ella, piensa, y se levanta de un pequeño salto. Se acerca hasta la puerta y abre. La mujer entra, saluda cordialmente y se sienta en la cama. En un primer momento, él se sienta en la cama con ella, pero se da cuenta de que prefiere sentarse en el sillón. Es muy difícil hablar con alguien cuando ambas personas miran en la misma dirección. Entonces él se levanta, gira el sillón de vuelta hacia la cama y se sienta en él.

—Hola, le dice la chica.

—Hola— dice él sin ser capaz de hacer contacto visual con la chica y esbozando una tímida sonrisa.

—¿Es la primera vez que haces esto? Pregunta ella con voz tierna.

—eh, sí, sí. La mira, muy rápido, y vuelve a bajar la cabeza. Ella le mira y con una sonrisa y voz calmada le dice

—Debes saber que la política que tenemos aquí es que el cliente debe dejar el dinero sobre la encimera, antes de que empiece la sesión. Así no hay problemas después.

—Ah, sí, sí sí, — él se levanta otra vez con un pequeño salto, nervioso, y saca unos billetes que tenía preparados en el bolsillo. Los deja sobre la encimera y se sienta de nuevo. Ella, de voz y mirada cariñosas, le da las gracias. Siguen allí sentados.

Se observan, ella le observa directamente, sin miedo. Mira su ropa vieja y demasiado holgada, su aire ridículo en una habitación demasiado grande, sentado en un sillón demasiado majestuoso para un señor mayor como él.

El señor trata de no mirarla, pero la tiene enfrente, así que, sin quererlo, la ve. Tiene la cabeza agachada, pero puede ver sus tobillos, sus tacones, sus medias transparentes, sus piernas bellas y fuertes. Se fija en sus pies pequeños y bonitos, las uñas pintadas de rojo, el vestido corto de tela roja que cae suavemente y se pliega sobre su cadera, cubriendo la parte alta de sus muslos. También puede ver las manos apoyadas sobre la cama. Unas manos de finos dedos, cuyas uñas también están pintadas de rojo. Manos jóvenes de piel tersa y suave, como hace mucho tiempo que no acaricia. Luego, casi en el límite de su visión caída, puede ver su escote en forma de valle, y como su vestido de tela fina cae de forma majestuosa a través de sus pechos, dejando adivinar la línea interior del mismo. Puede adivinar el relieve de sus pezones a través del sujetador, lo que le hace ponerse más nervioso todavía.

Después de observar todo esto durante un momento que parece hecho para la eternidad, levanta un poco más la cabeza, y puede ver sus hombros, las clavículas juguetonas y salientes, orgullosas y conscientes de su existencia definida. Finalmente, en un acto de suprema valentía y con mucho pudor, la mira a los ojos.

Ella sonríe, se deja mirar, sabe cómo tratar a los señores mayores. Entonces rompe su silencio y dice:

—este es un sitio un poco grande para usted, no cree? — él pobre señor se queda callado, estaba tan absorto mirándola que no se había dado cuenta del tiempo y del espacio que existen y se deterioran. Sus palabras le llegan después de un minuto, quizás, de retraso, y entonces dice

—sí, sí, tú crees? sí, yo también lo pienso, estaba pensando justo eso antes de que llegarás. Esto es demasiado para mí, demasiado perfecto para un alma tan imperfecta como la mía, demasiado lujo para un corazón roto y sin salvación. Sí, sí, es demasiado para mi pequeño cuerpo decrépito. — Y se queda en silencio. Entonces la vuelve a mirar, y ella sigue sonriendo, y él se queda absorto por su sonrisa cálida y cariñosa, comprensiva y penetrante. Sus labios son rojos y voluminosos, pero no muy voluminosos, sino un poco voluminosos, acorde con la finura y juventud de su cara.

Con una voz dulce y cariñosa, como si se tratara de la enfermera en un hospital encargándose de dar de comer a un señor mayor, ella dice:

—Oye, ¿qué te parece si te sientas en la cama?  yo me ocuparé de todo, tú no te preocupes por nada, sólo ven aquí y siéntate.

—...Pero es que en realidad esta habitación no era para mí, sino para ti, creo, creo que eso es lo que pasa. Es decir, tú sí que estás a la altura de esta habitación, pero yo no, de eso se trata. Sin saberlo, yo la he alquilado para compensar, creo, creo, para compensar mi diminuta presencia. Sólo eso.

Entonces ella le indica con la mano que se acerque y se siente a su lado. Él no se atreve a moverse del sillón. Algo lo retiene, algo que lo lleva impidiendo hacer esto desde hace mucho tiempo. Por un lado, las cosas son muy sencillas, quiere hacer lo que ha venido a hacer, se ha gastado una buena suma de dinero para conseguirlo. Por otro lado, hay una parte dentro de sí mismo que le retiene y le sigue culpando por estar aquí. No consigue resolver el dilema, encontrar el problema que le mantiene atado a esa silla. Se siente impuro, pero no consigue saber por qué. Lo ha revisado todo antes de venir, y le ha costado mucho llegar hasta aquí, hasta este momento en el que ángel y el diablo se dan la mano para dormir una noche juntos. No le importa estar haciendo algo ilegal. No está mintiendo a nadie, su mujer falleció hace ya más de dos años, después de un cáncer terrible. Él la acompañó durante todo su sufrimiento, y sufrió con ella, y la amó, y la vio morir, y la esperó, y la quiso en cada momento del camino, y todo fue como debía de ser. Ella, antes de morir, le dijo, le obligó, a seguir disfrutando de la vida, a no dejarse llevar por el universo hasta morir como si el tiempo no existiera. Debía intentar ser feliz, aunque ella no estuviera, porque con ella no acaba todo, no podía ser así. Eso dijo ella. Debía intentar ser feliz de nuevo, conocer a gente, encontrar a chicas que le hicieran disfrutar. Él lo había intentado, encontrar de nuevo la felicidad, pero en aquel momento de su vida era imposible. Las actividades predispuestas para un señor de su edad son sólo una preparación, una espera continua, de la muerte. Todo su esfuerzo había sido en vano. Él sabía lo que quería, lo que necesitaba, lo que su mujer le estaba diciendo en su lecho de muerte. Después de años de tortura interior, por fin estaba aquí.

Pensaba que cuando todo estuviera acordado, cuando todas las cartas estuvieran sobre la mesa, él sabría comportarse como un hombre, un caballero que con parsimonia y madurez llevaría a buen puerto aquella aventura. Pero no. Había algo que le impedía levantarse, sentarse al lado de aquella mujer y comenzar aquel juego infinito. Necesitaba saber que era y resolver el problema, antes de lanzarse en los brazos del candor y el fuego de aquella efímera juventud.

Quizás, en el fondo, sólo era miedo, pavor, vergüenza. Aquella mujer imponía respeto, parecía capaz de las más lindas caricias y de los más mortales arañazos. había algo en su forma de comportarse, en su seguridad en sí misma, que revelaba un conocimiento sobre la vida y sobre los hombres superior al de la mayoría de la gente. Eso le intimidaba.

—¿Has tenido muchas relaciones con hombres como yo antes? preguntó de pronto. Ella le miró, buscando una respuesta adecuada.

—sí, ¿por? ¿tienes miedo?

—sí, un poco, no sé porque, siento vergüenza.

—Pero eso es normal.

—Confío en ti, y eres muy guapa. No es que no quiera estar contigo, es sólo que... supongo que estoy pensando demasiado, eres una chica guapísima, demasiado guapa para mí, creo que es eso.

Ella sonríe y dice

—gracias. Es normal que tengas miedo, pero eso no es cierto, usted tiene un corazón profundo y un cariño inmenso. La belleza está en su corazón y en su pasado, en su vida ejemplar, en la humildad de su persona. Yo estoy aquí para hacerle un servicio, para darle las gracias, digamos, por existir. Has pensado durante mucho tiempo que tú no debías hacer esto, pero de repente te has dado cuenta de que no había ninguna razón para no hacer algo que querías hacer desde hace tanto tiempo, y por eso estás aquí.

—sí, sí, ha sido justo eso... eres muy lista. Pero ahora estoy aquí y siento miedo, vergüenza, siento que estoy haciendo algo mal.

—pero no estás haciendo nada mal. Si dejas de pensar y te sientas a mi lado, te prometo que al final entenderás todo. Es normal que sientas miedo, que te sientas intimidado, esto, todo, este sitio, ese sillón, está cama, yo, es nuevo para ti. Pero cuando hayamos acabado, ya no te sentirás culpable, te lo prometo.

—sí?

—sí, te lo prometo. Acto seguido ella se levanta de la cama, se acerca al sillón del señor. y le ofrece su mano. Él levanta la cabeza para mirarla a los ojos, después mira la mano, y en otro pulso de valentía, la agarra con firmeza.

Entonces ella le ayuda a levantarse y le dirige hasta la cama. Se sientan uno al lado del otro. Ahora ya no necesitan hablar ni mirarse a los ojos. Se hacen caricias, él la toca las manos y los pies, se deleita con la maravilla de su juventud y todo pasa como tiene que pasar. A la mañana siguiente, ella coge su dinero y sale de la habitación. El señor se queda en la cama, mirando al cielo por la ventana, tratando de entender esa sensación de enorme paz que le abarca entero, y que supera con creces el sentimiento de felicidad que buscaba. En su interior, se ha liberado la tensión de una sombra que llevaba años detrás de él, haciéndole viejo y miserable. En la calle, las palomas vuelan a ras del suelo, y las ruidosas ambulancias se llevan en camillas a señores mayores a punto de morir. FIN

Daniel Alonso Viña
30.10.2020