El frío de tus palabras
me congela los huesos
convierte mis lágrimas
en estalactitas
y rompo con todo
y grito en mis adentros
que no queda nadie más que tú
en este mundo
que pueda hacerme tanto daño.
El humo del cigarro
—¿Se puede saber qué quieres? A veces no te entiendo. Así no puedo dormir.
El humo del cigarro sale de sus labios finos y casi cerrados. La noche ha caído del cielo y cubre con su falsa oscuridad la parte de la tierra donde su cuerpo no consigue descansar. Se encuentra sentado en una silla de madera, demasiado pequeña para su enorme cuerpo, frente a la ventana abierta de su cuarto. En la calle no se oye el ruido habitual, sólo el silencio tan extraño y misterioso que se puede percibir a altas horas de la noche. Por la ventana entra una brisa fresca que le eriza los pelos de los antebrazos y esparce el humo de su boca por todas partes, como si la naturaleza estuviera a punto de enloquecer en medio de aquella enorme tranquilidad. El cigarro aguarda entre los dedos índice y corazón de su mano derecha, esperando impaciente a que su amo repita el gesto tan anticuado de llevárselo a la boca y darle una larga calada. Cuando parecía que ya no le quedaban esperanzas de evitar el cenicero, su dueño coge el cigarro y fuma, y está escena se repite hasta que sólo queda el filtro naranja. Entonces, con los dedos índice y pulgar, se lo lleva delante de los ojos, lo observa con atención, hace una mueca sombría con los labios y lo aplasta contra el cenicero. Repite esta acción un número indefinido de veces, hasta que las yemas de sus dedos se quedan negruzcas por la ceniza y su manía de aplastar hasta la extenuación la chusta. Para remediar la existencia de esta suciedad tan evidente, se pasa los dedos por el pantalón hacia delante y hacia atrás hasta que le parece que ya basta y considera que debe parar. No me gustaría ser esos dedos. Sus uñas siguen negras y sus dientes amarillos, pero el tipo parece haberse quedado muy a gusto.
—¿Y ahora se puede saber dónde te has metido? Si te escondes así no podemos hablar. Ya sé que fumo demasiado, pero qué quieres que haga. No tengo a nadie más.
En sus pupilas queda el rastro de una historia, el pensamiento de un retorno al pasado, de una vuelta a la amargura de la existencia. Pero la bola de nieve no parece coger envergadura a su bajada por la ladera, sino que se disipa, se vuelve diminuta hasta que desaparece entre sus enemigos. No es conveniente seguir mirando hacia arriba de aquella forma tan desafiante, pero a él le trae sin cuidado, y mira a la luna con descaro y picardía, sin esperar de ella nada más que su silencio. En aquella ciudad dormida sienten ser los únicos seres despiertos y cuerdos, mientras se observan contemplativamente, con timidez, pero desafiantes. La mano del hombre agarra un nuevo cigarro cuya esencia se deja llevar por el viento y las flores, pero que no deja de echar un humo asqueroso que lo impregna todo y que no gusta nada a su interlocutora. Siguen así, mirándose, hasta que alguien rompe el silencio.
—No sabía que eras tan callada. Estaba convencido de que, si empleaba en este acto la paciencia suficiente, acabarías por decir algo. Porque tú me tienes aquí, delante de tus ojos, semidesnudo, fumando, incapaz de dormir en esta noche perfecta en la que hasta los peores hombres son capaces de echar una cabezada; pero no te importa. Eso es lo que creo. A veces pienso que estás demasiado ocupada hablando con hombres más bellos y fuertes que yo, y supongo que, si ese es el caso, no podría reprochártelo, pues estás en tu derecho. Nadie puede quitarte tu libertad, pero al menos me gustaría que me lo dijeras, por respeto. Creo que a veces eres demasiado dramática. Y yo también tengo mis límites, me canso y desaparezco, salgo volando entre las luces blancas del viento, y me escondo en las cuevas donde las ardillas guardan sus reservas de castañas y nueces para el invierno.
Pero ella no contesta, silenciosa como una montaña de arena en medio del desierto. Al fin, el hombre se levanta de la silla, se recuesta en la cama, y hace por dormirse. Cierra los ojos, respira hondo unas cuantas veces, no muy hondo porque tiene los pulmones destrozados, pero al menos hace un esfuerzo. Su respiración se oye en el cuarto y seguramente en la calle si algún transeúnte escuchase con atención. Entonces, en medio de aquella respiración, en medio de aquella noche silenciosa y atractiva, solitaria y rebosante de vida, ella dijo:
—Buenas noches, amor.
El hombre esbozó una sonrisa y se durmió por fin.
Daniel Alonso Viña
15.2.21