Estábamos mi compañero y yo en el piso y Macron hablaba en la pantalla de mi ordenador. Cenábamos sopa de fideos con patatas muy calientes y pan recién hecho de la tienda de abajo. El presidente nos diría hoy si debíamos continuar confinados durante todo el mes de noviembre o no. Al principio nos dijeron que sólo serían quince días, pero a medida que se acercaba la mitad de mes, la sensación de que seguiríamos confinados fue creciendo sin parar. El discurso de hoy debía ser una simple confirmación de las peores intuiciones de todos. En la radio, los pequeños negocios se quejaban de la insuficiencia de las ayudas y lamentaban verse incapaces de soportar otros quince días en confinamiento total.
Macron hablaba y daba vueltas sin importar que a nadie le importase su discurso político. A estas alturas sólo queríamos oír la mala noticia para poder apagar la tele y tratar de dormir hasta el día siguiente. Sin embargo, él se resistía y convencido nos contaba sus aventuras y planes para Francia y Europa, con palabras tan sabrosas como “vacuna” o “renacimiento francés”. Seguí dando sorbos a mi sopa, incapaz de procesar su mensaje de esperanza, y entre atento y aburrido empecé a fijarme en el resto de su cuerpo. Miré con atención los movimientos de su espalda, las manos cerradas en puños para imprimir convicción a sus palabras, las distintas partes de su inmaculada cara. Descubrí un nuevo mundo que hasta ahora me había pasado desapercibido, y me regocijé en él mientras hablaba.
Lo primero que vi fueron sus manos. Eran de una finura y bronceado inmejorables, como el rocío que sorprende al cazador en una mañana de verano. El campo se ilumina con imposible vivacidad y las flores surgen de su escondite bajo la niebla. Los dedos eran de bailarín retirado, de hombre que todavía baila con su mujer por la noche, mientras toman vino y hablan del futuro del mundo. Por la mañana, su mente toma el control y las manos se convierten en una herramienta ágil y diestra. Firman y pasan papeles, revisan correos y juguetean nerviosas con un bolígrafo que brilla con el choque de la luz del sol. Tras las primeras horas solitarias en el despacho, llegan las reuniones, y los brazos se coordinan y se mueven por el espacio con elocuencia, mientras el resto del cuerpo se esfuerza por camelar a un ministro o al líder de una nación extranjera.
Sus uñas eran perfectas, y me pregunté fugazmente por el coste de la manicura que las hicieron posibles. Luego vi, sin entender como se me había pasado por alto, el anillo. El anillo dorado en la última falange del dedo corazón de la mano derecha. Una vez visto no puede uno dejar de mirarlo. Grueso, dorado, simple, pero al mismo tiempo llamativo e imponente por la ausencia de otras distracciones. Reflejo de la férrea alianza establecida con su mujer, resultado de una colaboración fructífera y bilateral que parece mantenerse intacta con el paso de los años.
Cuando su mujer entró por primera vez en el despacho dispuesto para la primera dama, trajo consigo una vasija blanca de cerámica en la que se podía leer la inscripción “no soy un jarrón”. Me parece esta una declaración de intenciones que aporta no poca luz sobre la naturaleza de la relación y el papel que ella tiene en la creación del presidente que conocemos.
El maquillaje esconde con sencillez las ojeras y hace desaparecer las grandes arrugas que de otra manera le correspondería tener a su edad. No parece envejecer pese al puesto de gran responsabilidad en el que se encuentra y las decisiones que debe tomar a diario. Las exigencias de la modernidad hacen que nadie se pueda hacer viejo muy pronto. Las cremas para la cara y los cuidados antes reservados para la mujer ahora se han vuelto unisex. En vez de eliminar esos requerimientos de nuestra sociedad los hemos convertido en una obligación para todos, hombres y mujeres. Cualquiera que se tenga en consideración y que aspire a puestos de trabajo que incluya un traje caro en un lugar importante es víctima de esta fiebre por la perfección estética.
Así, su pelo escaso está estratégicamente peinado hacia delante en un flequillo alto y sin una sola cana, porque la modernidad tampoco permite canas. El hombre moderno se avergüenza de la calvicie y trata de ocultarla con tratamientos caros y problemas de autoestima. Los dientes blancos pequeños y separados completan el conjunto de su cara. Sus puños se cerraron de nuevo y su voz adquirió autoridad y compromiso. Se inclinó un poco hacia delante en su asiento, con el cuello de su traje a punto de enterrarlo debajo.
Me acabé la sopa cuando Macron estaba a punto de terminar su discurso. Sin más dilación, tras veinte minutos de parafernalia, nos condenó. El confinamiento seguiría en marcha hasta nuevo aviso. Miré a mi amigo y en mitad de nuestro pequeño salón proclamé: putain.
Daniel Alonso Viña
Publicado el 24 de Enero de 2021 en París a Juicio/ LawyerPress