Mi reflejo me mira de soslayo
como si me hubiera hecho algo a mí mismo
y no me he dado cuenta todavía.
D
—
Todos los días, cuando salgo a pasear, me siento en un banco. Piezas de madera colocadas de cierta forma, dos barras de metal, y tienes un banco. Pero no es tan sencillo. Ese banco está ubicado en un lugar especial. Detrás de un arbusto alto, en la rivera y mirando hacia el cauce del río. Está oculto. Me gusta sentarme después de mis paseos por París.
Me gusta mirar el agua corriendo por el cauce, desplazándose en grandes cantidades y arrastrando consigo plásticos, tierra, palos y quizás hasta seres humanos. Todo, sin excepción, se traslada de forma lenta e imparable hacia el océano, el lugar preferido del agua.
Para el agua, París no es más que un trozo de tierra serpenteado cómo cualquier otro. No puede pararse a mirar la torre Eiffel, subir hasta el Sacre Coeur a hacerse una foto cuando cae la noche, o fumar un cigarrillo en un café.
Hoy quería contaros lo que me paso el otro día en ese banco. Di mi paseo, aunque no sirvió de nada porque estaba nervioso y no podía pensar, me acerqué al banco y allí estaba ella de nuevo. Sí, otra persona sentada en mi banco a mi hora de sentarme en el banco. Yo no lo podía creer. Además, se sentaba en el medio, dejándome a mí sin posibilidades. Si me hubiese sentado, lo hubiera tenido que hacer en una esquina, y nadie puede sentarse y pensar cosas bonitas esquinado como si fuera un intruso.
No sé cómo ha descubierto el banco. Siempre, antes de cruzar los arbustos para sentarme, miro a mi alrededor y compruebo que no hay nadie. Sólo entonces me introduzco en el extraño mundo del banco. Si algún caminante se acerca o existe riesgo de que alguien me vea, doy una vuelta más hasta que se marchan, y entonces entro. No sé cómo ella ha podido descubrir este sitio. Soy un despistado, esa es la verdad, a veces soy un poco despistado y vengo deprisa porque necesito calmarme si la mañana ha sido difícil. Todo esto es culpa mía.
Siempre está leyendo. Siempre con un libro entre las piernas, que a veces tiene cruzadas y con los dos pies encima del banco, como si fuera un monje budista. Pero ella no es ningún monje, porque es malvada. Su aparente belleza conseguirá embaucar a otros, pero no a mí. El pelo liso y oscuro que cae por delante de su pecho, su figura esbelta y su espalda recta, su nariz puntiaguda y casi perfecta, sus pómulos ligeramente enrojecidos, sus manos suaves que tocan el libro como si estuviera acariciando un animal herido. Me ponía enfermo, y no sabía qué hacer; pero no podía dejar las cosas así.
Así que al tercer día me obligue a salir de casa y decirle algo. Me acerqué al arbusto y allí estaba ella otra vez. En vez de retroceder y marcharme a casa decepcionado, entre en los arbustos y me acerque a ella. En ese momento sucedió algo extraño. Cuando la miré a los ojos, un rayo de sol me atravesó el cuerpo y me quedé ciego durante un momento. Al abrirlos, ya no estaba allí, sino en una habitación blanca, sentado. Enfrente de mis ojos estaban los ojos de una mujer, azules como el mar, como el agua del río en su nacimiento. Era ella, la mujer del banco. Estaba sentada en una silla grande, majestuosa, cuyo respaldo acababa en tres grandes picos que sobresalían por encima de su cabeza. Tenía líneas, tímidas pero relucientes, cómo revestimientos de oro en los costados y el reposabrazos. A su derecha en el suelo había una espada enfundada, que brillaba con aquella luz que salía de todas partes.
Yo no había tenido la misma suerte, aunque no sé si la suerte tiene algo que ver aquí. Estaba sentado en la típica silla blanca de plástico de veinte euros del Ikea, incómodo, apretujado, sin saber muy bien qué estaba pasando y haciendo cómo que todo era normal. Para mantener la calma crucé las piernas y apoyé la espalda sobre el pequeño respaldo redondo de mi silla. No me podía apoyar mucho porque parecía frágil. Para mi grata sorpresa, a mi lado había una espada igual que la de ella. Al menos lucharíamos en las mismas condiciones. Aunque ella parecía más preparada y segura que yo, que estaba con mi chaqueta de salir al paseo, mis gruesos pantalones verdes y unas zapatillas baratas. Ella llevaba una capa blanca que cubría todo su cuerpo como la manta que arropa a la mujer que tiene frío.
Me miró a través de la habitación en la que estábamos y dijo —Hola, caballero, sed bienvenido. Y dime, ¿cuál es tú nombre? — Tenía una voz clara y majestuosa. Su forma de utilizar las palabras me parecía innecesaria y un poco petulante, pero al mismo tiempo lo hacía con tanta naturalidad que su voz me hacía sentirme doblegado. La contesté —Soy Casper, ¿y tú?—.
Ella me miró, sin que su rostro se trastocara ni un ápice, y me contestó
—Soy la princesa Lidya, hija de Kyara, la reina de los Océanos. —
Ala, pensé yo, pues que bien. La verdad es que lo parecía, eso había que admitirlo. Después hubo una pausa en la que no dejó de mirarme. Se recolocó una parte de la capa que se había desplazado y que mostraba su rodilla, y siguió diciendo — He venido a darte una advertencia. El banco en el que te sentabas hasta ahora es sagrado, y no puedes volver. Fue construido por mi tatarabuelo, y durante generaciones ha sido utilizado por la familia. Cuando la aspirante a reina cumple la edad de veinte años oceánicos, adquiere el derecho y la obligación de ir allí a sentarse. Desde ese lugar privilegiado debe aprender del río y observar su cauce, para luego ir al mar a completar su entrenamiento antes de poder asumir el trono real. Se te ha permitido estar ahí sentado durante todo este tiempo porque durante siglos ningún mortal lo había descubierto, y usted no debería haberlo descubierto tampoco. Ahora debe dejar de venir al banco. Le he visto observándome durante los últimos días, y no puedo concentrarme si usted me observa. Le traslado de forma respetuosa una petición para que busque usted otro banco y no aparezca de nuevo por aquí. —
Me lo temía, pensé mientras me erguía en el asiento y descruzaba las piernas, para volver al estado de tensión que requería la situación. Debería haberlo sabido y haberme preparado mejor para la pelea. Ni siquiera sabía cómo utilizar una espada, podría haberlo mirado en YouTube antes de venir, pero siempre tan despistado. Me pisotea, la gente me pisotea, vienen, me quitan lo que tanto esfuerzo me ha costado conseguir, y yo no hago nada. Nunca. Me quedo ahí quieto, mirando, mientras ellos me despojan de mis bienes y mis sentimientos. Ese banco es lo único que me queda en la vida, y no se lo puedo dejar a esta mujer sólo porque viene así vestida y me mira convencida con esos magníficos ojos azules. No puede ser. Pensando esto se me pasó el tiempo y no había dicho nada a su proposición, así que ella dijo — ¿y bien? ¿cuál es su respuesta caballero?—.
Su cara no se movía, no fruncía el ceño ni hacía gestos raros. Era pura relajación lo que surcaba por su cuerpo, como el agua del río, cómo la lluvia que cae fuerte en otoño, destruyendo todo lo construido cuidadosamente durante la primavera. Era fascinante, pero mi banco, no podía dejarla mi banco. Reflexioné un momento y dije
—y las espadas, — y señalé la espada que estaba a mi lado— ¿para qué son?
Supongo que debí impresionarla de alguna forma, quizás esta pregunta en este orden no estaba en sus planes, pero su cara se movió. Sus labios se apretaron un segundo y los músculos alrededor de sus ojos se tensaron durante otro segundo. Sólo eso. Después, de nuevo cómo el mar. Se quedó en silencio, pensando, como quién piensa en la comida que va a hacer hoy, sin presión, dejando que el cerebro haga su trabajo sin inmiscuirse. Tras la pausa dijo —En caso de que te niegues a dejar atrás tu banco, tendríamos que luchar con estas espadas hasta que uno de los dos consiga la victoria. Pero nadie tiene que morir aquí hoy. Sólo necesito que pronuncies las palabras “renuncio al banco sagrado” mientras te pones la mano en el corazón. Si haces esto, todo se arreglará y podrás salir de aquí y regresar a tu vida normal. Esas son las condiciones establecidas en nuestras leyes, y así se procederá —.
Sus palabras hacían mella en mi corazón, pero mi mente seguía intacta. Crucé de nuevo las piernas, dispuesto a ganar esta batalla o morir en el intento. No tenía otra cosa más digna que hacer en la vida, y ese banco era todo lo que me traía paz y tranquilidad. Sería imposible encontrar otro banco como ese. Tendría que vivir el resto de mi vida sabiendo que debí haber hecho algo para recuperar mi banco. Si no lo hubiera descubierto nunca, quizás, pero ahora ya era demasiado tarde.
Entonces me acordé de algo, la miré y pregunté —¿Qué es lo que lees cuando estás ahí sentada? — Ella me miró, y sin dejar que su expresión dejará traslucir sus emociones, contestó — En estos momentos me hallo leyendo Guerra y paz—
—de Tolstoi — dije yo
—en efecto, ¿le conoces?
—sin duda, el libro es un clásico y el autor es uno de los más grandes de nuestro mundo. — ella me seguía mirando. Su capa se volvió a caer y su rodilla apareció brillante y suave bajo aquella luz celestial.
—lo has leído?
—no— dije yo — lo intenté, pero me aburría. Es difícil, y la historia es bastante extraña a mi tiempo. Se supone que los clásicos no envejecen, pero sin duda algunos lo hacen.
—no me puedo creer que digas eso — estaba enfadada. Cuando pensaba que me estaba enfrentando a una semidiosa imposible de derrotar, se enfada por un libro.
—Ese libro es magnífico, y los humanos no sabéis apreciarlo. Debería pertenecer únicamente a mi mundo—.
Ahora yo me estaba enfadando, no sé quién se ha creído está mujer. Me recosté en la silla, aparentando normalidad, y dije en tono serio pero calmado
—Princesa, ese libro pertenece a los hombres y siempre lo hará, aunque estos se aburran de él y lo tiren a la basura. Es su derecho. Ese libro fue escrito por un hombre, en él se relata una historia de sufrimiento y alegría que sólo es factible entre los hombres. Por eso nos pertenece. — me había emocionado hacía el final y agarraba con fuerza el borde de mi silla de mierda. Me sentí animado, capaz de seguir hablando un poco más, así que dije
—Además, no creo que usted entienda ni una palabra de lo que se describe en él. Sentada en su banco durante todo el día, tan relajada leyendo su libro y aprendiendo del río. Usted no tiene ni idea de lo que siente ese río, igual que no entiende a los humanos. Ha vivido toda su vida en un palacio de cristal en alguna parte lejana del sufrimiento y el horror que nosotros, aquí abajo, debemos soportar. Usted no puede entender ese libro porque no entiende el dolor que padece el ser humano desde que se levanta hasta que se acuesta, e incluso en sueños. ¡Hasta cuando tratamos de dormir nos acechan nuestros miedos e inseguridades! Y dice usted que no merecemos ese libro. Es usted la que debería tenerlo prohibido. Si a nosotros nos aburre es porque nos da la gana, porque quizás tenemos problemas más importantes, batallas más grandes que luchar, y por qué en nuestra vida la paz no es visible en ningún lugar del horizonte. Sólo la guerra, siempre la guerra, entre el individuo y el mundo. Sin rendirse nunca, el ser humano sigue caminando hacía la batalla sin armas. Lucha honorablemente contra el monstruo que le persigue. Así que no me diga que no merecemos ese libro, porque ese libro fue escrito para nosotros.
Estaba completamente aturdido, fuera de mí. Me había levantado de la silla en algún momento y no me había dado cuenta. El silencio me permitió volver a mi cuerpo y calmarme. Me senté y crucé las piernas, me arreglé la chaqueta y bebí un trago de agua. En el otro lado podía seguir viendo la rodilla de ella, que cada vez me perturbaba más el pensamiento. Esas palabras, las que dije antes, no sé de dónde salieron, pero no me arrepentí de ninguna de ellas.
Ella no había dicho nada, seguía sentada en la misma posición que antes, mirándome, y pensando. Ahora podía verlo, se estaba volviendo más humana a medida que avanzaba la tarde. Los rasgos de su cara se volvían cada vez más sensibles a mis sentidos, sus mejillas habían adquirido un nuevo color, casi imperceptible. Sus ojos ya no miraban a través de mí, sino que me miraban directamente. Hasta ahora yo no había sido más que otro objeto corriente en aquella habitación. Ahora me miraba, me estaba analizando, su cerebro había empezado a funcionar y parecía real. Antes también era real, pero estaba en otra parte, guiada por otros instintos superiores, algo refinados, que la tapaban y la protegían de mí. Entonces, en medio de todo ese caos mental, entre la tensión afilada que se podía respirar en aquella habitación blanca, se me ocurrió una pregunta. Estaba con las piernas cruzadas, relajado sentado en mi silla.
—oye y ahora que lo pienso— esbocé sin demasiados remilgos, como si estuviera hablando a una amiga— si tu misión es comprender el río y emprender después tu camino hacia el mar, ¿qué tienen que ver los humanos en todo eso? ¿Por qué no conoces al río y te marchas? — Ella se puso nerviosa, podía notarlo. Su cuerpo reaccionó a la pregunta, era casi imperceptible, pero lo podía ver en sus pupilas, en el esbozo de una sonrisa que es una gran sonrisa en la mente, en el movimiento de sus manos. Ahora podía verla.
Ella no parecía tener intención de contestarme. Me miraba todo el rato, pero sólo a veces me miraba directamente. Entonces, cruzó las piernas. En concreto, puso la pierna derecha sobre la izquierda; esta última se apoyaba firme sobre la tierra. La capa que antes le tapaba el cuerpo entero excepto aquella rodilla maldita, se deshizo aún más, y su muslo entero quedó a la vista, casi hasta llegar a la pelvis y el glúteo. Había algo en su forma de estar, en su actitud, que me ponía tenso, encendía una energía extraña en mi cuerpo, un fuego que no conseguía controlar, que llameaba por sí solo. Me removí en la silla, se me estaba haciendo cada vez más difícil soportar como si nada tanta belleza. Trataba de mantener la compostura, intentando no mirar jamás aquella pierna delicada. Tras una pausa larga, ella dijo
— me he dado cuenta de que cruza usted las piernas con asiduidad, como si quisiera usted controlar algo, retener a su cuerpo de alguna manera. ¿A qué se debe?— yo no entendí a qué venía esa pregunta, pero hice como si no me hubiera pillado desprevenido, y contesté con toda la naturalidad de la que fui capaz
—bueno, lo cierto es que cruzar las piernas me ayuda a controlar los nervios. Con las piernas cruzadas me siento, de alguna forma, especial, poderoso, no sé cómo decirlo. Me dan confianza en mí mismo, vaya.— Ella me miraba los pies y las rodillas, me miraba las manos y los hombros, me mataba o me revivía con la mirada. Luego dijo
—Lo cierto es que tengo que leer libros sobre humanos para comprender su relación con el río. La mayoría de asentamientos están ubicados al lado de ríos, y por eso es importante para mi familia comprender la relación que existe entre estos dos. Por eso mi tatarabuelo construyó el banco y por eso yo debo sentarme en él durante tanto tiempo.
—¡Pues no pienso dejarte mi banco! ¡lo necesito!— dije sin darme cuenta. Estaba un poco desesperado, llevábamos mucho tiempo en aquel lugar extraño, estaba cansado y no quería luchar, quería irme a casa, dormir y sentarme en el banco al día siguiente. Cada vez me parecía más difícil vivir sin poder sentarme allí de vez en cuando — ¡No puedo vivir sin él y no te lo dejaré! Sufro mucho y lo único que me trae algo de paz en este mundo es el momento en el que me siento en ese banco y observo el agua correr. Dile a tu tatarabuelo que construya otro banco en otra parte.
—¡Eso no es posible! —dijo ella en un grito ahogado. Agarró la espada del lateral de su silla y desenvainó su filo. El metal brilló con fuerza y ella observó la espada atentamente, luego hizo algunos movimientos con ella en el aire, supongo que para sentir su peso y la velocidad de su tajo. Entonces me miró y me gritó desde el otro lado de la sala, su espada caía firme a su lado.
Su cara se desfiguró, se torció en una mueca que revelaba un profundo dolor —Lo cierto es que ese banco no lo construyó mi tatarabuelo, sino mi padre ¡Mi padre construyó ese banco para mí! Porque sabía que iban a matarle. Así que no me digas que no conozco el sufrimiento de los hombres ¡A mi padre lo mató un hombre! y el hombre contagia con su enfermedad y con su pena todo lo sagrado, todo lo que toca se convierte en impuro y barato, en carne de ganado, pastoreo incapaz de tener ni un sólo pensamiento recto sobre nada! Mi padre fue asesinado por un hombre y ahora ha dejado en nuestra familia esa enfermedad, eso que tú llamas el sufrimiento, la pena. Ahora tengo que lidiar con ese sentimiento y aprender a vivir una vida recta con él, y por eso leo. Y no te permito que me sigas tratando así. Cómo si los humanos tuvieran derecho a algo por haber sufrido, cómo si su sufrimiento les diera acceso a quejarse y llorar en las esquinas, a buscar consuelo en todos y a dejar que todos vean su pena. ¡No se puede recompensar al ser humano por su sufrimiento! El mundo ya le recompensa cuando ese sufrimiento ha sido superado. Pero vosotros lo habéis pervertido todo, dais todo al que sufre y nada al que supera su sufrimiento. Al que lo supera le tratáis despectivamente, como si se creyera mejor que los demás. En realidad, sólo ha hecho lo que los demás sabéis, en el interior de vuestro corazón, que debéis hacer. Yo no dejaré que mi sufrimiento escape sin haberlo superado antes. —Una tímida lágrima corrió por su mejilla como el perro que huye de un amo demasiado duro, y desapareció en la palma de su mano. Con aquella lágrima también desapareció su lamento.
Yo había estado todo este tiempo en silencio, observando. Ahora era yo el que la observaba, su parte más humana, desvelándose ante mí. Algo importante estaba pasando. Estaba enfadada. Seguía estando increíblemente guapa, pero su ceño se había fruncido y su mirada afilado, como si quisiera cortarme en dos con su pensamiento. Levantó el filo de su espada y cortó el viento de forma elegante con ella. Después, se volvió hacía mí y dijo
— Hubiera preferido no decirte nada, pero visto que has tomado la decisión de defender el banco, creí que merecías saberlo. ¡Debiste renunciar! pero no puedo decir que no lo entienda. Ese banco fue construido con madera de los árboles que crecen en nuestro mundo, y su efecto es poderoso sobre el alma. Pero acabemos con esto, saca tu espada, y haz un esfuerzo digno por salvar tu pellejo.
No sabía muy bien cómo encajar esta nueva situación. Había escalado todo demasiado rápido. No había nada que yo pudiera hacer ahora para retrasar el momento. Podía sentir pena por ella, pero poco importaría pues en su mirada se podía ver claramente su decisión de acabar conmigo. Su rodilla había quedado oculta por la capa, que ahora se movía suave con el ritmo de sus cavilaciones. Nada me parecía más necesario o evidente que luchar, y superar nuestro sufrimiento con aquella batalla. Y sino, en la muerte. Me daba igual. Me daba igual todo. Me había enamorado de una mujer que no era humana, de un ser cuya única misión era matarme para poder encontrar la paz en su banco. Era irónico, estúpido, ridículo.
Precisamente por eso voy al banco, porque el mundo me parece ridículo y me cuesta encontrarle sentido a las cosas que hago. No puedo vivir ahí atrapado todo el día, y escapar a ese banco era cómo salir del universo, La sensación que me atormenta cesa por un rato y puedo pensar con claridad.
Ella tenía razón, los humanos utilizamos nuestro sufrimiento para manipular a los demás, y nos dan asco los que no lo hacen porque nos exponen. Nos enfrentan de cara con nuestra mentira. Pero basta de filosofía. Creo que ya es el momento de luchar y defender mi vida frente a la posibilidad de la muerte, si es que tanto quería vivir. Me di cuenta de las contradicciones estúpidas de mi pensamiento, y me levanté para no tener que pensar nunca más.
Me levanté de la silla, agarré la espada y la liberé de su funda. Mi espada también brillaba bajo aquellas luces imposibles. Me asombró su peso, y su filo parecía capaz de cortar de un tajo la cabeza de cualquier hombre. Intenté moverla por el espacio y cortar el viento como había hecho ella, pero sus maneras elegantes se contrastaban directamente con mis movimientos torpes e inseguros. No era capaz de andar con seguridad, parecía haber olvidado cómo moverme. Mi aspecto serio contrastaba con mis movimientos indecisos y el conjunto resultaba ridículo. Yo hacía como que no me daba cuenta, pues eso hubiera minado mi moral, y la necesitaba para luchar contra una princesa venida de un mundo que no conocía.
No podía dejar de preguntarme ¿por qué estoy haciendo esto? si sé que voy a perder. Pero luchaba por ella, para ella, porque ella así me lo había ordenado. Si aquello es lo que ella necesitaba para superar su sufrimiento, que así fuera. Estaba haciendo un sacrificio estúpido, sólo por pensar que así podría conseguir su favor.
Cuando estuvimos a pocos metros de distancia, ella levantó la espada y se colocó en posición. Yo hice lo mismo, y doblé un poco las piernas para poder asestar mejor los golpes, como había hecho ella. Me di cuenta de que lo que estaba haciendo era una estupidez, pero no me importaba, quería hacerlo, y punto. Entonces lanzó el primer golpe, que dio directamente contra mi espada, y el segundo, que cambió de dirección pero que también pude parar interponiendo mi espada para que no me cortara en dos. Me entró miedo ante la posibilidad real de morir allí, y me alejé de ella. Empecé a correr por la sala, pero era inútil. Ella me seguía, me gritaba, pero yo no quería morir. Era inútil, aquel lugar estaba sellado, no había puertas ni ventanas, era una habitación blanca con dos sillas, dos espadas, dos seres y un vaso de agua. La luz salía de todas partes al mismo tiempo. Era muy extraño.
Dejé de correr y me escondí detrás de su trono. Estuvimos así dando vueltas como niños, hasta que ella fue cortando a tajos el respaldo con su espada. Ahora sí me sentía listo para luchar. Salí de detrás de la silla y me lancé sobre ella con la espada en un ataque que la pilló por sorpresa. A punto estuve de atravesar su estómago con mi espada, lo que me dio un poco de miedo. Yo no quería matar a nadie, es ella la que debía matarme a mí. Este despiste la cabreó y me asestó una serie de golpes de los que no sé cómo escapé. Retrocedí hacia mi silla. Entonces ella levantó la espada y con todas sus fuerzas vino hacia mí. Nuestras espadas chocaron y la fuerza de su estocada me hizo perder el equilibrio. Me caí hacía atrás y acabé sentado en la silla.
Perdí mi espada en el choque. Estaba indefenso, sentado, dispuesto a morir por ella, sin que ella lo supiera. Todo era tan absurdo. Lo podía notar en el aire, que se había enrarecido con nuestro sudor. Era absurdo. En realidad, mi muerte no resolvería nada. Sólo empeoraría las cosas. Allí estaba ella, delante de mí, mirándome a los ojos desde una distancia peligrosa. La punta de su espada rozaba el suelo, su pecho se levantaba con cada respiración, su pelo liso y perfecto estaba ahora alborotado y desperdigado por su cuello y la parte alta de su cuerpo. Creo que estaba incluso más guapa que antes. Era insoportable, su belleza era tan evidente que me ponía enfermo. Sus ojos escondían un mundo inabarcable, un océano inexplorado de tierras vírgenes que nadie se había atrevido a surcar. Era insoportable, ¡insoportable! Estaba mirándola como un estúpido, enamorado de ella, cuando ella sólo podía pensar en atravesarme con su espada. Siempre seré un estúpido, hasta en los últimos momentos de mi vida, pensé. Por eso necesitaba aquel maldito banco, por mi suprema estupidez. No me arrepiento de nada.
Pude ver, entonces, en aquellos ojos, algo nuevo. Un destello de duda. Ella se dio cuenta de que yo lo había visto. No me quedaba mucho tiempo. En un movimiento rápido, me levanté de la silla al mismo tiempo que la agarraba con mi mano derecha y la hacía girar sobre mí mismo. Antes de que ella pudiera reaccionar, la silla estaba encima de ella. Chocó y su espada cayó al suelo. Supe que era el momento. Me abalancé sobre ella con mi cuerpo y la tiré al suelo. Con cada una de mis manos agarré sus antebrazos y me senté sobre su vientre. No sabía muy bien que estaba haciendo, en aquel momento las cosas sucedían sin que yo pudiera reflexionar suficiente. La locura de aquel momento hacía inútil el razonamiento. Dije algo que llevaba un rato pensando:
—Matarme no te salvará. Sólo te hará caer más hondo en el pozo de los humanos. El sufrimiento causado por nosotros sólo se cura con amor. Infligir más sufrimiento a los humanos porque te han hecho sufrir, se llama venganza. No has llegado a esa parte de la historia en tu libro de Tolstoi. La venganza no ayuda a curar el dolor del alma. Puedes matarme si quieres, pero eso sólo hará que el pozo de tu pena sea aún más profundo.
Ella se removía intentando desembarazarse de mí, pero ahora era yo el que tenía fuerza. No paraba de moverse. Su mirada de odio no iba dirigida a mí, sino hacia lo que yo representaba. Por eso no podía culparla, porque su dolor era mucho más profundo que yo y ese banco. Pero no iba a dejarla cometer una estupidez. Seguía moviéndose, tratando de huir de aquella posición. Movía las manos y las piernas sin parar, pero era inútil.
Yo estaba disfrutando, nunca la había visto tan de cerca. Era increíble, la perfección de sus labios, la salida pronunciada de sus pómulos, sus ojos azules, su nariz puntiaguda. No podía creerlo. Me iba a matar una princesa. No me parecía tan mal. Por fin, se quedó quieta. Entonces me miró fijamente a los ojos y me dijo
—¿Cómo sabes que lo que dices es cierto?
—Bueno— dije yo pensando un momento, — es una evidencia empírica, yo he pasado por eso y mucha otra gente también. Si quieres curar tu alma, el asesinato sólo va a hacer que te lleve más tiempo.
—¡Pues renuncia al banco! y así no tendré que matarte. Es lo que llevo diciendo todo este tiempo.
—no lo haré, lo siento, y tampoco me dejaré matar tan fácilmente. Además, no entiendo porque no puedo ir a sentarme allí contigo. Si hubieras leído lo suficiente, sabrías que la mejor forma de alcanzar la cura es el perdón, lo contrario a la venganza. Por lo tanto, matarme sólo te hará más difícil las cosas, la segunda peor opción sería echarme del banco. Aunque me beneficie a mí, la primera opción es dejarme volver al...
Me había relajado, y mis manos ya no presionaban con tanta fuerza sus antebrazos. Se liberó de mí. Me tiró al suelo, cogió la espada, y apuntó contra mí. Me dijo que me levantará lentamente, y me levanté, mientras ella apuntaba su maldita espada contra mi otra vez. Estoy harto, esta mujer es insoportable, dura de pelar. Si quiere matarme, pues que me maté, ya estoy cansado, me dije mientras me levantaba.
—Cierra los ojos— me dijo. Ya está, pensé yo, no dije nada, ni una palabra, cerré los ojos. Cerré los ojos, y esperé a la muerte pacientemente.
Sin embargo, lo único que recibí de aquella mujer fue un largo beso, que me atravesó el corazón como una espada afilada en un mundo desconocido. Sus labios tocaron mis labios, sus manos se apoyaron sobre mi pecho y yo me quedé allí, muy quieto, intentando no perderme con pensamientos innecesarios todo lo que estaba sucediendo.
Pasaron los segundos, y abrí los ojos. Estábamos en el parque, tras el arbusto, al lado del río. A nuestro lado estaba el banco, intacto, y en él nos sentamos los dos. Ambos mirábamos el río, fascinados, cómo si lo estuviéramos viendo por primera vez aquella tarde. Desde entonces, siempre que voy al banco ella está allí. Me hace preguntas sobre el ser humano y sus cosas, me cuenta algún descubrimiento que ha hecho gracias a un nuevo libro que se está leyendo. Yo trato de contestar lo mejor que puedo, pero a veces pienso que yo tampoco se mucho sobre los seres humanos.
El ser humano, la digo a veces cuando estoy cansado de pensar, es el intento continuo de razonar actos que no proceden de la razón. Las palabras son su condena y la escritura es el invento que terminó volviéndolos completamente locos. Ese es el ser humano. Al menos, ese creo ser yo.
Daniel Alonso Viña
23.11.2020